Napoleón Pisani Pardi
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Reverón con dos de sus muñecas. |
Es realmente difícil, muy difícil, dejar de hablar de Armando Reverón, ese extraordinario personaje del arte nacional, que creó un mundo en su casa–taller a la medida de sus necesidades interiores, allá en Macuto, frente al mar, cuando él inició la construcción de su castillete “con una gran fiesta, un día domingo, donde algunos invitados: los amigos, relacionados y vecinos, el constructor Mr. Keller y sus obreros, empezaron a cavar hoyos para meter las columnas de araguaney y de vera, y fijarlas con cemento y piedras. A las 3, un descanso para almorzar con el siguiente menú: Sancocho de pescado, hallaquitas, caraotas, carne frita, guasacaca indígena, plátano frito, pescado frito, arroz blanco, tortilla, papas rellenas, pan isleño, helados, brandy, vinos, ron, ponche crema, aguardiente de caña, café y chocolates. Y en la noche fuegos artificiales y música, terminando con un paseo de luna”. Esto es una parte de la descripción que el propio Reverón hizo del levantamiento del castillete, y que fue publicado por Alfredo Boulton en su libro titulado Armando Reverón. Esto de finalizar el primer día de trabajo con fuegos artificiales y un paseo de luna, sólo se le puede ocurrir a un verdadero artista, o a un gran poeta, o a un maravilloso y espectacular ilusionista fuera de serie. Buen comienzo en la construcción de una arquitectura que tanta importancia tuvo para el arte nacional.
Este determinante y obsesivo espacio estético, tan ajustado a una forma de existencia muy próxima a la representación teatral, ya no existe, fue destruido por la furia de las aguas a finales del siglo pasado. Hoy ese lugar sólo da tristeza y vergüenza, y reclama la atención de todas las instituciones culturales del Estado.
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Lo poco que quedó del Castillete. |
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El anexo del Castillete, el cual puede ser recuperado. |
Somos muchos los que solicitamos la reconstrucción del castillete y la intervención de su espacio anexo, que está en pie, y que es salvable. Y si eso se logra, no quedaría más remedio que producir una magnífica fulguración de fuegos artificiales que luego terminaría con un poético y delicioso paseo lunar…
Autorretrato en piedra de Reverón
Cuando en el año de 1943 muere Dolores Travieso, la madre de Reverón, él, con la ayuda de otras personas, transportó una enorme piedra desde la playa que está frente al Cementerio de La Guaira, y fue colocada en la tumba de su madre. Y luego, bajo el sol inclemente, comenzó a esculpir su autorretrato y la siguiente inscripción: Dolores T. Reverón. Recuerdo de sus hijos Armando y Juanita. Enero 2 – 1943. Alrededor de la tumba el artista colocó, también, bancos de piedra. Hace más de cuarenta años que no vamos a ese lugar. No sabemos si el deslave arrastró con todos esos elementos de piedra. No lo sabemos. Pero aquella acción del pintor–escultor, nos habla de su originalidad, cualidad constante y sobresaliente de su personalidad.
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Piedra colocada por Reverón en la tumba de su madre, Dolores Travieso. |
Las piedras, con su simbolismo ancestral, fueron de mucha importancia en gran parte de la vida del artista, como también para el psicólogo suizo Carl Gustav Jung, que en el jardín de su casa construyó un magnífico torreón. “Tuve que reproducir en la piedra mis ideas más íntimas”. Y el artista popular y arquitecto por la gracia de Dios, Juan Félix Sánchez, guiado por las potencias mágicas de estas materias, edificó, allá en Mérida, sus capillas de piedras. Como otro tanto hizo Gaudí en Barcelona, España, en el Parque Güel y otras arquitecturas más.
Reverón le pertenece al pueblo
El pintor Eyidio Moscoso, que vivía al frente de la casa de Reverón, desde niño lo conoció y admiró y se acercó a él y a Juanita, y años después, ya adulto, empezó a escribir lo que recordaba de Reverón y de su compañera. La Fundación Museo Armando Reverón publicó esos recuerdos bajo el título de Reverón, Amigo de un Niño. De allí tomo este pequeño texto: “El conocer la obra y la existencia de Armando Reverón, levantaría en sumo grado el gentilicio de muchos venezolanos. Puesto que se sentirían emparentados con un personaje inmortal de su misma estirpe y altura social”. Este libro de Eyidio Moscoso fue publicado luego de su muerte, ocurrida el 13 de mayo de 1996, en su casa frente al castillete.
Desde el primer momento en que Reverón y Juanita se instalan en Macuto, surgió una relación afectuosa con la comunidad. Fue decisiva la participación del vecindario en muchas de las actividades que se realizaban en la casa del artista. Albañiles, maestros de obra, costureras y modelos para sus dibujos y pinturas, estaban siempre dispuestos a colaborar con Reverón y a presenciar sus representaciones teatrales en aquel ambiente tan propicio para tales actos. El, a través de ese comportamiento particular y repetitivo, logró llevar a cabo una obra extraordinaria y única en las artes plásticas del país. El pintor encontró en aquel lugar las condiciones necesarias para realizar una obra de acorde a sus necesidades interiores.
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El poeta Vicente Gerbasi |
Dentro de aquella instalación artística, Reverón recibía las visitas de sus verdaderos amigos, como Armando Planchart, Manuel Cabré, Victoriano de Los Ríos, Alfredo Boulton, Juan Liscano, Miguel Otero Silva, Margot Benacerraf, Edgar Anzola, Roberto Lucca, Mary Pérez Matos, Julián Padrón, Vicente Gerbasi, Bernardo Monsanto, Luisa Phelps, Alirio Oramas, y otros más. Pero, asimismo, fue visitado por algunos turistas extranjeros, y personas que vivían en Caracas y en otros lugares del país, que lo iban a ver por simple curiosidad, o para llevarse como “souvenir”, y a precio de ganga, una obrita del pintor, pero también nunca dejaron de ir al castillete quienes iban a divertirse con “las rarezas del loco Reverón”, pues tomaban al artista como si fuera un personaje de circo.
Tres amigos de Reverón
Marcos Cadi, el artista popular que vivía en El Cojo, cerca de Las Quince Letras, el que hacía figuras de santos inventados, el viejo con cara de profeta, el larguirucho personaje que hablaba en parábolas, amigo de Armando Reverón, nos dijo en una oportunidad que el pintor le había confesado que Juanita era una santa, una santa que había encontrado para ayudarlo a realizar su obra, y que él, después de muchos años de vivir con ella, había comprendido la razón de aquella unión.
“Pinto porque esa es mi vida y no puedo evitarlo”, le dijo Reverón al escritor Jean Nouel en el Centro Venezolano Americano en 1951, cuando allí se realizó una exposición de 55 obras del artista, que fue organizada en su homenaje por Elisa Elvira Zuloaga. “Yo no vendo nada”, agregó el pintor, y luego le comenzó a decir varias cosas acerca del mar, de las vegetaciones de la costa, de sus habitantes, y de cómo se prepara el carite en escabeche, y el sancocho de pescado, con plátano verde, yuca, ocumo y apio, y cuál era el mejor casabe… Así era Reverón, quien también era capaz de analizar plásticamente las obras de los artistas de vanguardia, como lo afirmó Juan Liscano:
“Me consta que entendía a cabalidad las expresiones plásticas más avanzadas de su tiempo, como pude comprobarlo en reiteradas conversaciones con él en un estudio que yo tenía, de “Piedra a Venado”, donde él solía pasar la noche cuando se quedaba en Caracas. Recuerdo una noche en que me estuvo explicando, desde un punto de vista plástico y psicológico, cuadros de Miró, Paul Klee y Tanguy. Quien lo hubiera oído hablar en aquella oportunidad, lo hubiera tomado por un pintor de esas búsquedas”. Así también era Reverón.