Napoleón Pisani Pardi
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Nicolás Ferdinandov en 1919. |
Memorias de un General de la Utopía, es el título de un libro de Guillermo García Ponce, donde cuenta la vida de una de las figuras más sobresalientes de la política venezolana: Eduardo Machado Morales. Estas Memorias se comenzaron a escribir en uno de los calabozos del Cuartel San Carlos, cuando estos dos compañeros estaban presos por haber participado en la rebelión armada de los años sesenta. Esa situación les permitió tener el tiempo necesario para intercambiar ideas y dedicarle horas diarias a la disciplinada actividad política común, dentro de aquel recinto carcelario, que ahora es un importante museo de nuestra ciudad capital.
Este libro contiene la increíble historia de un hombre excepcional, de sus luchas revolucionarias en México, Cuba, España, la Unión Soviética, los Estados Unidos y Venezuela. Infinidad de personajes conocidos aparecen en las páginas de estas Memorias divididas en dos partes: (1918-1934) y (1934-1990), y que recomendamos leer, pues son un extraordinario aporte al estudio de la historia contemporánea.
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Este es el primer tomo de esta excelente biografía de
Eduardo Machado, uno de los personajes más
sobresalientes de la política venezolana del siglo XX.
Los dos tomos se encuentran en la Biblioteca Nacional. |
Ahora bien, lo que más me sorprendió de este volumen, fue encontrar en sus páginas una interesante historia sobre el pintor ruso Nicolás Ferdinandov, ese mágico ser, amigo de Armando Reverón, y quien en la novela El Forastero de Rómulo Gallegos, fue el personaje que echó a andar el viejo reloj de la iglesia Catedral de Caracas.
Eduardo Machado lo conoció cuando el pintor llegó a Caracas en 1918. Como el mismo lo cuenta en las páginas de estas Memorias escritas por su amigo Guillermo García Ponce:
"Lo atendí un día cuando solicito gasolina en el garage donde guardábamos los coches de la familia. Era alto, flaco, desgarbado, grande la nariz y pequeño el mentón, la tez blanca y la frente despejada con entradas muy pronunciadas, el cabello rubio, escaso y descuidado. Se llamaba Nicolás Ferdinandov. Me mostró un envase vacío y con acento marcadamente extranjero me dijo que había agotado la provisión de combustible. Nos hicimos amigos. Pero fue solo después de transcurrir algunos meses cuando se atrevió a contarme su historia. Era ruso y por oponerse a la guerra participo en manifestaciones y sufrió la represión zarista. Fue amigo de los socialistas y emigro de su país en 1914. Llegó a la isla de Margarita como marinero en un mercante griego. Se quedó ganado por el azul intenso del mar, la luminosidad del paisaje y la amistosa presencia de la gente.
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El periodista Guillermo García Ponce. |
Hacíamos largas caminatas hasta El Valle, porque a Nicolás le gustaba el trayecto hasta las vegas de las haciendas de Coche y La Rinconada. Había un tranvía que hacia el recorrido desde Puente de Hierro, pasando por el túnel del Portachuelo, hacia la calle principal de El Valle, pero el prefería caminar mientras narraba sus aventuras. Nos deteníamos en una alfarería, a mitad del polvoriento camino. Ferdinandov admiraba los adobes, tejas y panelas. Luego, más adelante, otro receso para ver correr las cristalinas aguas del rio El Valle. En medio de gamelotes y cañabravas. En ocasiones, bajábamos a Macuto a complacer la especial devoción del ruso por el mar. Entonces, dejaba al desnudo sus pies mientras arrojaba piedras al azul de las aguas con chispiante alegría: " Eduardo, no cambiaría el mar de tu país por nada del mundo ", me decía. También nos acompañaba a las partidas de tennis en el Club Paraíso. Deporte que prefería en vez del juego de Los Samanes, que jamás logró entender.
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El pintor Armando Reverón en 1920. |
El azul era su tonalidad favorita, pero también usaba el rojo ocre y el gris. La mayoría de sus cuadros tenían contornos fantásticos y vaporosos. La luminosidad de sus figuras era apagada por la suavidad de los tonos y cierta atmosfera tenue y volátil. Armando Reverón, su gran amigo y en cierta manera discípulo, acentuaría ese estilo en los blancos maravillosos y el ocre diluido en líneas apenas insinuadas. Era también orfebre y sus joyas, rutilantes y delicadas, poseían una gran belleza. Este oficio le permitía ganarse la vida. Yo lo ayudaba a venderlas entre mis amistades de la burguesía. Era también relojero. Le encantaba poner a funcionar piezas antiguas, deshechas y enmohecidas. Relojeros de la ciudad, cuya paciencia agotaban difíciles composturas, acudían a él para encontrar la casi imposible reparación. En la isla de Margarita había sido buzo y pescador de perlas. En el taller de la Plaza López guardaba, en un pequeño cofre, maravillosas perlas de vistosos reflejos, que solo mostraba a sus más íntimos amigos. "Son para mi hermana Lidia" - decía -. Ella era artista de cine. Más tarde supe que Lidia huyo a Paris y se perdió en lo desconocido.
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El taller de Ferdinandov en Porlamar, 1918.
Foto Colección de la Galería de Arte Nacional, Caracas. |
Reverón visitaba el taller de Ferdinandov con mucha frecuencia. Conversábamos sobre pintura, música y literatura. Recuerdo las tardes cuando Nicolás tocaba piano y cantaba viejas canciones campesinas de su tierra. Después relataba la historia de sus viajes a Egipto, Marruecos, Estados Unidos y Nigeria. Reverón, mucho más joven, seguía extasiado las insólitas narraciones. A todos nos agradaba aquel ruso sorprendente que sabía muy bien de todo y hablaba del mundo como si lo tuviera en sus manos. A mí, personalmente, me atraían sus conversaciones porque, en la intimidad del taller, mezclaba los relatos con sugestivos comentarios de política. En público se cuidaba de hacerlo, incluso simulaba simpatía por la nobleza zarista derrocada y aparentaba nexos con la "emigración blanca", pero con nosotros hablaba de los clubes jacobinos en San Petersburgo, los campos de exiliados en Siberia, la historia de los "decembristas y de la Voluntad del Pueblo", las manifestaciones rojas en Moscú y de la palabra de Lenin. Su voz cobraba cálido entusiasmo cuando se refería a la reciente revolución de los bolcheviques.
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Soledad Mendoza a los 17 años de edad. |
Ferdinandov desapareció de Caracas tan misteriosamente como llegó. Se enamoró de Soledad González, una hermosa muchacha que le servía de modelo. Para su desgracia, no solo el anhelaba la belleza morena de aquella caraqueña. Una conocida celestina, encargada de surtir el apetito sexual de los Gómez, también descubrió la hermosura de la joven. Primero fueron los halagos para que se rindiera a los requerimientos. La celestina asediaba el taller de Ferdinandov con proposiciones, mimos y regalos; pero el poderoso pretendiente se impaciento y, entonces, vinieron las amenazas: "Nada haces con resistirte. Será por las buenas o por las malas, y tu novio, el pintor, será quien pague las consecuencias. Lo meterán a La Rotunda." - le advirtieron -. Nicolás y Soledad comprendieron. No había nada capaz de impedir la omnímoda voluntad de los Gómez. Un día me confesaron su desgracia y me pidieron los ayudara a escapar. Una noche tomamos el viejo camino de los españoles hacia Galipán sin más equipaje que un maletín de pinceles y el cofrecito de perlas margariteñas. Los acompañe hasta Catia La Mar, donde abordaron un bote rumbo a Curazao. Ferdinandov moriría a los pocos años, en 1925, desgarrado por la tuberculosis.”
Al final de la narración sobre el pintor Ferdinandov, Eduardo Machado comenta lo siguiente:
“Seria mentira decir que los libros y las conversaciones de Ferdinandov me hicieron comunista. Sin embargo, me enseñaron una nueva perspectiva de la lucha política, más profunda y universal. Hasta entonces nuestra oposición a la tiranía de Juan Vicente Gómez no tenía un sólido fundamento ideológico. Era una lucha inspirada en los principios generales de la libertad, la justicia y la decencia.
La lucha contra la tiranía de Gómez nos lanzó al campo de la política, la literatura marxista y las conversaciones con Nicolás Ferdinandov nos pusieron en camino de dar un fundamento ideológico y científico, universal y social, a nuestra rebeldía contra las injusticias y la opresión".